jueves, 29 de abril de 2010

MORDER LA MANO DE QUIEN TE DA... AMOR!



El ser humano tiene hábitos sorprendentes. Uno de ellos es, sin duda, mostrarse huraño, desconsiderado o incluso agresivo con las personas que más afirma querer. En situaciones de tensión, estrés o de desconcierto, muchas personas tienen ese hábito aprendido y se ceban en personas que están a su alrededor mostrándose agresivas. La agresividad es un comportamiento aprendido en nuestro mundo loco que responde a la necesidad inculcada desde niños de ser competitivos o defenderse de las amenazas. Ni que decir tiene que detrás está el Ego que, ante una situación que se nos escapa de las manos, nos hace sentir miedo y lo manifiesta espontáneamente tal como nos enseñaron a hacer. En sí, la agresividad es un comportamiento humano pues nos prepara para defendernos en situaciones extremas, como podría ser una situación peligrosa o de acoso, o que en muchos casos supondrá la supervivencia del individuo.

Pero quiero hablar aquí de la agresividad de bajo tono y gratuita, esa que todos en alguna ocasión manifestamos y recibimos en situaciones ordinarias, proveniente de personas a las que queremos, admiramos o simplemente respetamos. En el mundo profesional es demasiado común que un jefe manifieste su autoridad imponiéndola a la fuerza con sus empleados. En una relación sentimental, uno de los cónyuges nervioso o excitado por algún motivo, lleva a su hogar el mal humor y lo manifiesta con su pareja o con los hijos. Entre otras, esos son escenarios cotidianos que quien más y quien menos vive de manera ordinaria. Porque la agresividad no tiene sexo ni condición, está ahí, entre nosotros, en un mundo que nos ha enseñado que para hacerse respetar uno debe imponerse y competir para sobrevivir a las amenazas del entorno. No obstante, suele suceder que esta agresividad –que no es otra cosa que otra cara del miedo- busca siempre personas vulnerables y cercanas, lo que garantiza que no recibamos más agresividad como respuesta. Así, mujeres, niños, ancianos, empleados se convierten en víctimas propiciatorias de nuestra necesidad de desfogar nuestra ira o nuestra impotencia!

Ni que decir tiene que esa agresividad gratuita hacia seres presuntamente más débiles y cercanos es el caldo de cultivo idóneo de lo que socialmente denominamos maltrato, ya sea doméstico, acoso profesional o de género, como nos gusta etiquetar a los humanos. Pero en todos ellos, del tipo que sean, hay miedo ante la incertidumbre y, aunque no lo parezca, hay un sentimiento de vulnerabilidad, de impotencia…. es decir, sufrimiento en general. Hijos adolescentes que se enfrentan incluso físicamente a sus progenitores, maridos que maltratan psíquica o físicamente a sus mujeres, niños que humillan e incluso maltratan a sus compañeros más débiles, jefes que imponen su autoridad despiadada ante sus empleados, etc.

Pero la agresividad, siendo humana y necesaria en determinadas situaciones extremas, es algo aprendido y, como tal, puede modularse y reconducirse para evitarse. Lo más fácil es, aparentemente y sin duda, manifestarla y no dejarla en nuestro interior. Pero es posible disolverla sin que esa agresividad debida a nuestra impotencia o miedo provoque víctimas o genere más agresividad gratuita. Ser consciente de ella, reflexionar sobre su inutilidad en muchas situaciones (la agresividad no conduce a nada y mucho menos soluciona nuestra inquietud interna) y pensar antes de actuar manifestándola, sería lo mejor, sin duda. Yo nunca he sido una persona de actitud agresiva. Aún así, en muchas situaciones adversas tengo el vicio o la tentación de buscar culpables de lo que sucede en mi vida o simplemente personas a quien recriminar algo. Lamentablemente se trata, como he dicho antes, de personas cercanas, incluso queridas por mí a quienes castigo de alguna manera, ya sea con mi indiferencia o con mi más áspero carácter. Pero, con el tiempo, a medida que he sido capaz de darme cuenta del miedo que genera esa conducta y de intentar evitarlo, la agresividad prácticamente ha desaparecido de mi vida.

Por decirlo de alguna manera, he aprendido a renunciar al temor e imponer el amor en mi vida, lo que me enseña a ver que detrás de la agresividad (para mí injustificable en casi todos los casos) hay siempre miedo o sufrimiento. Anecdóticamente, en el momento en que he sido capaz de dominar mis impulsos agresivos más primarios, me he convertido en la víctima propiciatoria de mucha de la agresividad a mi alrededor. Cuando alguien acude a mí para gestionar alguna situación de maltrato –del tipo que sea- sé bien qué se siente! Como alguien me dijo hace un mucho, ir a pecho descubierto y con los sentimientos a flor de piel es una peligrosa invitación a ser agredido de alguna manera! Es verdad, muchos terapeutas sufrimos algún tipo de ataque de personas a las que intentamos ayudar!

La suma de personas que manifiestan su agresividad conforma el mundo agresivo en que vivimos. Y el mundo nuestro no cambiará a menos que lo hagamos cada una de las personas que habitamos en él. Si cada uno de nosotros fuera capaz de evitar contaminar a nuestro entorno inmediato con esa agresividad de baja intensidad y gratuita, nuestro mundo no se mostraría tan destructivo como es actualmente, ya sea hacia las poblaciones desasistidas o hacia en medio natural.

Ese peligroso comportamiento aprendido no soluciona nada en nuestra vida –yo diría que, al contrario, la complica- y en cambio se propaga con rapidez en nuestro escenario vital! La agresividad genera más agresividad! ¿Soluciones? En primer lugar ser capaz de detectar la agresividad en nosotros, sobre todo en situaciones que no la justifican; querer entender que esa agresividad responde al miedo ante algo que se nos escapa de las manos y ser capaces de aceptar que estamos confundidos y que ese miedo nos invade. Nunca hay que buscar razones para justificar ese comportamiento, sino las causas de lo que nos provoca tanto miedo como para mostrarnos agresivos con los demás! Por último, aceptar que la agresividad no soluciona nada que nos perturbe y que nuestro entorno humano o natural no tiene por qué padecer el efecto de nuestro miedo. En pocas palabras, ser capaz de romper esa maléfica cadena que nos hace seguir el dicho "en la vida, cada uno ofrece lo que ha recibido y busca lo que le falta", que, en el caso de la agresividad, resulta nefasto, para uno mismo y para los demás

 

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